Era una fría mañana de invierno en Santiago cuando lleno de audacia, no obstante el asedio de las fuerzas golpistas, Salvador Allende comenzó su último discurso en el Palacio de la Moneda. Aún retumba en las generaciones venideras la esperanzadora frase: “De nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una mejor sociedad”. Últimos estertores de un hombre con profunda vocación social y, sobre todo, voluntad política para llevar a cabo sus intenciones. Naturalmente, la instrumentación de su proyecto de gobierno no fue bien vista por los sectores privilegiados de la oligarquía chilena ni, desde luego, por la cúpula militar.
Quedan
pocas dudas de la intervención de Estados Unidos en el golpe de Estado del 11
de septiembre de 1973. Desde su elección en noviembre de 1971, el gobierno de
Richard Nixon veía con preocupación la agenda social de Allende, pues amenazaba
los intereses de corporaciones mineras estadounidenses, especialmente las
dedicadas al comercio del cobre. Pero la colusión norteamericana con los
golpistas fue aún más evidente en los años subsiguientes, cuando Chile se
convirtió en el primer laboratorio real en donde se experimentó con las nuevas
teorías económicas producidas en las aulas universitarias de Chicago y Harvard.
Augusto Pinochet -no Reagan ni Thatcher- fue el primer líder en el mundo que
implementó políticas liberalizadoras con el afán de reestructurar un Estado de
bienestar. Milton Friedman, principal arquitecto de esta revolución financiera,
escribió en sus memorias que el objetivo de sus reuniones de 1975 con Pinochet
en Santiago era reducir la estratosférica inflación de 900 % producida por
“casi más de cuarenta años de tendencias hacia el colectivismo, el socialismo y
el estado de bienestar” en Chile. La clave de la recuperación del país andino,
según este premio Nóbel, era reducir la inflación exacerbada durante los tres
años de la presidencia socialista de Allende, superar el déficit que la
acompañaba, por tanto, restringir la impresión de papel moneda, poner en manos
privadas la administración del sistema estatal de pensiones y, desde luego,
liberalizar el comercio. Se trataba de un programa financiero drástico, radical
y completamente novedoso en la historia económica mundial.
Semejante
radicalismo financiero precisaba de un radicalismo político y militar para
preservar a la nueva clase política en el poder. La ignominiosa manera con que
fue derrocado el presidente socialista sirvió como preámbulo ominoso de la
tragedia humanitaria que se avecinaría sobre Chile los años siguientes. La
capital Santiago se sumió en el caos inmediatamente después del bombardeo al
Palacio de la Moneda. Ante semejante emergencia existieron esfuerzos
internacionales para salvaguardar la integridad de los opositores al ejército,
cuyas vidas estaban en riesgo por ser simpatizantes de Allende. A nivel
internacional ese esfuerzo fue tímido pues recordemos que eran años álgidos de
la guerra fría. Sin embargo, existió un hombre excepcional frecuentemente
olvidado en los pormenores de aquellos aciagos días en Chile. Se trata del
diplomático sueco Harald Edelstam, quien salvó a decenas de refugiados de
varias naciones latinoamericanas de caer en manos de las fuerzas golpistas.
Edelstam
simpatizó con Allende desde su elección como presidente. Sostenían reuniones
con frecuencia, muchas de ellas informales y fuera de protocolo. Inmediatamente
después de la caída del Palacio de la Moneda el diplomático sueco comenzó una
campaña diplomática para exponer al mundo los abusos del ejército en contra de
la población civil. Recordemos que para el tiempo del golpe ya se habían
instaurado dictaduras militares en Uruguay y Brasil. Miles de exiliados fueron
acogidos por el gobierno socialista de Chile en un acto de solidaridad
política. Justo esos exiliados fueron los primeros objetivos de los militares
en sus redadas para capturar amigos de Allende, porque según los militares el
futuro de un “nuevo Chile” estaba en peligro con socialistas en “casa”. Por lo
tanto, a partir del 11 de septiembre de 1973 los exiliados sudamericanos se
convirtieron en el grupo social más vulnerable en Chile pues eran perseguidos
por sus gobiernos respectivos y ahora por el gobierno que los acogía;
literalmente quedaban sin ningún tipo de garantías en la preservación de sus
derechos humanos. Edelstam concentró su labor humanitaria en favor de estos
refugiados. Firmó salvoconductos mediante los que pudieron salir del país
cientos de uruguayos, brasileños e individuos de otras nacionalidades
latinoamericanas simpatizantes del proyecto socialista de Allende. Este trabajo
hormiga del diplomático sueco se complementó con un acto heroico que también
salvó vidas y la dignidad de un país.
Edelstam
capturó los reflectores de la prensa internacional en un acto inusual en el
ámbito diplomático. Aprovechando su inmunidad como embajador, además de sus
canales de información privilegiados, se anticipó al bombardeo de la embajada
cubana por una escuadra chilena leal a los golpistas. Las escuadras golpistas
estaban dispuestas a castigar a Cuba por su abierto apoyo al gobierno
socialista chileno. Sin embargo, Edelstam llegó a la sede cubana justo al mismo
tiempo que las tropas chilenas. Una nota del New York Times del 29 de septiembre de 1973 apuntó que
“prácticamente solo, Harald Edelstam salvó la embajada cubana de ser atacada
por el ejército chileno”. En coordinación con Olof Palme, ministro de
relaciones exteriores de Suecia, negoció con el ejército chileno la evacuación
segura del personal cubano de esa sede diplomática. Al día siguiente izó la
bandera sueca en el edificio, de modo que cualquier acto de violencia en contra
de esa sede, se habría considerado como un acto de agresión en contra de
Estocolmo. Asimismo, gracias a la información de inteligencia a la que tenía
acceso, Edelstam se aventuró a rescatar 58 uruguayos tuparamos, (miembros de la
guerrilla urbana del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaro) encerrados en
el Estado nacional de Santiago, que para ese momento se había convertido en un
campo de concentración. Una serie de actos posteriores le valió ser etiquetado
por el gobierno chileno como persona non grata. El 5 de diciembre de ese año la junta militar decidió expulsarlo del país. Así terminó su
labor humanitaria a favor de los perseguidos políticos. La memoria chilena
recuerda al “clavel negro” como un hombre comprometido con la lucha por los
derechos humanos.
La
labor humanitaria de Edelstam no es un hecho aislado en la historia diplomática
sueca. Su historia recuerda otras dos personalidades que maniobraron
políticamente en contextos en donde reinaba la barbarie. En abril de 1945 el
diplomático sueco Folke Bernardotte trabajó arduamente para gestionar la
liberación de más de 31,000 prisioneros del campo de concentración de
Thereinsestadt en la actual República Checa. Los relatos más detallados de
aquellas negociaciones afirman que Bernardotte negoció con el brazo derecho de
Hitler, Heinrich Himmler, para liberar a prisioneros judíos, mujeres, niños,
gitanos, homosexuales, y disidentes antinazis húngaros, alemanes y checos.
Acabada la Segunda guerra mundial, Bernardotte fue elegido por el Consejo de
Seguridad de la ONU para dirigir el proceso de paz entre Israel y Palestina.
Sin embargo, paradójicamente, fue asesinado el 17 de septiembre de 1948 en Jerusalem
por un grupo fundamentalista judío que despreciaba su pragmatismo e
imparcialidad a favor de la paz.
Raoul
Wallenberg fue otro diplomático sueco cuya labor humanitaria sobresalió durante el holocausto judío. Durante su gestión como representante del gobierno sueco
a Hungría salvó a miles de judíos húngaros al darles refugio en las sedes
diplomáticas suecas en Budapest y expidió salvoconductos para trasladarlos a Suecia. Wallenberg fue detenido por los comunistas acusado de espionaje después
de la caída de la capital húngara a manos del Ejército Rojo en enero de 1945.
Acabó sus días en un campo de concentración en la Unión Soviética, su cuerpo
nunca se encontró.
Actualmente,
Suecia sigue haciendo honor a su tradición humanitaria. El 3 de septiembre de
este año la prensa internacional publicó la noticia de que el gobierno de
Estocolmo prepara una política de asilo a los sirios que ya estén en el país
escandinavo. Esto quiere decir que los refugiados sirios que hayan entrado de
manera ilegal en años pasados podrán aplicar para gozar del estatuto de
refugiado. Se estima que más de 14,000 sirios están indocumentados en ciudades
suecas, por lo tanto, el proyecto de ley beneficiará a miles de familias
perseguidas por el fantasma de una terrible guerra que los despojó de todo.
Suecia no es el único país de la Unión Europea con indocumentados sirios dentro de sus
fronteras. Según datos del ACNUR, por obvias razones geográficas, Italia es el
país europeo con más refugiados sirios. También hay en Alemania, Austria, Grecia
y países balcánicos. Se requiere un esfuerzo de solidaridad internacional que
libere algo de la presión demográfica que enfrentan Líbano, Turquía e Irak,
países de Medio Oriente que han absorbido más del 90% del flujo migratorio
sirio. Sucia puede ser el país líder en este esfuerzo tan necesario para la
humanidad. Edelstam, Bernardotte, Wallenberg y el mundo entero estarían
orgullosos de ver concretada la promesa del gobierno sueco. El mundo necesita
de una diplomacia activa, no de gabinete ni cocteles, sino de la acción
política pragmática en el terreno que tenga como principal objetivo concretar acciones en
beneficio de todos los seres humanos vulnerados por el azote inmisericorde de
la guerra.