PELIGRO DE UNA REGRESIÓN FATAL
Partir de la desesperanza, el pesimismo y la angustia social para analizar un fenómeno político de la magnitud de una elección presidencial es una actitud cómoda para todos aquellos individuos posibilitados de ejercer la herramienta filosófica más poderosa para reconstruir los cimientos sociales: el pensamiento crítico. La presente serie de reflexiones se basa en la premisa de que México es un país que ha cambiado esencialmente en los últimos 20 años. El autor afirma que han existido procesos estructurales que han hecho pensar que el rumbo de la historia puede ser mejor si se toma conciencia de que las generaciones presentes somos responsables de continuar con la correcta marcha hasta el momento emprendida, enmendar las situaciones en donde claramente se ha visto que el fallido cambio ha resultado en algo testarudo, irresponsable e inconsciente y proponer acciones en todos los niveles para reconstruir el presente, asumir sin negar el pasado y planear el futuro.
Resulta evidente afirmar que todo proyecto de
reconstrucción de un orden social debe pensar en los que vienen detrás de
nosotros, en aquellas criaturas que aun sin aparecer físicamente ya se
proyectan en el horizonte que crea la práctica constante del verdadero amor
entre dos seres humanos. Su reconocimiento explícito implica asumir la
gigantesca tarea que requiere mirar globalmente y tener audacia para actuar con
decisión en nuestro entorno inmediato: conjuntar la destreza mental con dos
horizontes que determinan los alcances y límites de la voluntad del hombre:
tiempo y espacio.
Para transformar cualquier estructura social,
aspirar a modificar un régimen político, luchar con fervor por alcanzar una
revolución cultural y contribuir a desarticular un injusto sistema económico se
requiere conjuntar en todas sus variables la interpretación que la mente humana
hace de estos dos elementos: tiempo y espacio. Larga y corta duración, lejana y
cercana distancia, pequeña y grande magnitud, fuerte y débil impacto: opuestos
todos que vistos a nivel global se convierten en aliados inseparables,
ecuaciones imprescindibles, productos sofisticados del pensamiento crítico. Por
consiguiente, el verdadero cambio en cualquier ámbito de la humanidad sólo se
puede dar si cada una de las personas que habitan un espacio, que asumen la
temporalidad de su capacidad de acción viven de acuerdo a la siguiente noción:
el hombre es un ser que puede recrearse a sí mismo, proceso que a su vez
conlleva de suyo a recrear su entorno y transformar su realidad.
La noción de que el hombre puede recrearse a sí
mismo, modificarse y aspirar a redimirse es un gran avance del pensamiento
moderno que tiene sólo un par de siglos de formar parte del imaginario
colectivo de las sociedades en todo el mundo. Hegel concebía al pensamiento
como el medio mediante el cual el hombre se producía a sí mismo. Marx “volteó”
la estructura de pensamiento idealista para afirmar que efectivamente el hombre
se produce a sí mismo, pero no sólo a través del pensamiento o enriquecimiento
del espíritu sino más bien a través de la conjunción de la relación entre la
naturaleza y la capacidad física del hombre: el trabajo como herramienta
redentora y transformadora de la realidad.
Introducir este postulado filosófico no es
ocioso si se toma en cuenta que para modificar el curso de una elección
presidencial es necesario considerar que los ciudadanos tienen la oportunidad
de recrearse a sí mismos, de producir su propia realidad no sólo a través del
trabajo y del pensamiento, sino de ambas consideraciones. Votar es un acto muy
importante de los millones que existen para recrear nuestra sociedad. Ni la
ortodoxia marxista materialista atea, ni el idealismo reaccionario hegeliano.
Desde tiempos de su concepción, la negativa de ambas propuestas ha degenerado
en la proposición de sistemas de “interpretación” de la realidad que tienen
como base el pesimismo, el relativismo y la desesperanza. Cualquier referente a
la posmodernidad no es ninguna casualidad.
Asumir la falta de capacidad de acción,
voluntad transformadora e inventiva revolucionaria es pensar como Sartre cuando
afirmó que la muerte de un hombre es como matar a dos pájaros de un tiro pues
“yace en el suelo un hombre muerto y un hombre libre”. Antítesis de la cultura
de la vida, una oda al nihilismo: nada vale, nada se puede hacer, todo está
realizado, la historia se impone, no se crea.
Hannah Arendt enfatizó el elemento
revolucionario por excelencia en las mentes de los individuos que tuvieron el
coraje de modificar con las manos el curso del reloj de la historia: “la pasión
por la compasión”, por el sufrimiento del de enfrente. La actitud pesimista es
reaccionaria ante esta consideración. Parte del supuesto de que no, nada se puede modificar. La obediencia,
enmascarada de fuga de la realidad, es el único camino, uno de pasividad,
inacción y egoísmo. El mismo Schopenhauer afirmó que “la compasión es la esencia misma de todo amor y solidaridad entre los
hombres”. Pasión por la compasión, solidaridad y amor, valores que la filosofía
política ha tomado prestados de la ética para explicar la actitud de los
hombres ante los vaivenes de la historia.
Es importante
mencionar este tipo de consideraciones filosóficas porque como sociedad se ha
llegado a la creencia en la inevitabilidad del destino. Es puritanismo puro o
puro puritanismo, como se le quiera etiquetar, el asumir creencias
“predestinadas”. En este sentido, Enrique Peña Nieto se erige como un
predestinado políticamente: Calvino estaría feliz de ver cómo el inconsciente
colectivo no sólo cree sus conceptos sino que los seculariza y vive en carne
propia. Se asume que será inevitable que el mexiquense llegue a la presidencia
o que si llega, la tragedia se cernirá sobre nosotros y todo estará perdido. No
se trata de tener fe ciega en la alta política, ni si quiera de vapulear a tan
noble arte, sino de asumir la “politicidad” de nuestra vida y dejar de
considerar al ejercicio electoral como un corte de caja, gestor de proyectos de
vida, asesino de sueños por construir.
Cuando Bolívar
Echeverría aseguró que no todo en la política es político, ni todo lo político
es política, llamó la atención a los hombres dedicados a las humanidades y las
ciencias sociales para reflexionar en torno a cuándo sí se puede actuar dentro
de un marco político formal o institucional y cuándo debe hacerse por otros
medios. No es el objetivo de este texto enumerar, explicar y analizar esos
medios no institucionales para modificar un sistema político, más bien, lo que
se defenderá es la necesidad que actualmente se tiene de votar en las
siguientes elecciones para evitar el acenso a la presidencia de un sujeto que
representa a un proyecto oligárquico nocivo para la regeneración de la sociedad
mexicana.
Líneas arriba se
mencionó que el país había transitado por cambios históricos dignos de
considerarse como loables en la búsqueda de una mejor sociedad. No se puede
hablar con responsabilidad si todo el tiempo se afirma que en México “nada ha
cambiado”, que “todo sigue igual”, que “todo es lo mismo”, “seguimos como
siempre”. Se puede esperar ese tipo de afirmaciones por parte del grueso de la
sociedad, del ciudadano de a pie. Es muy probable que para millones de
mexicanos exista un estancamiento individual tan frustrante que esas verdades sean
inamovibles. Aunque, como se verá más adelante, también existen elementos para
refutar semejantes sentencias. Sin embargo, de algún integrante del mundo
académico, intelectual, profesional o llámese como se llame, no se puede
esperar clamor tan condenatorio. Jorge Carpizo, en su momento, llamó a este tipo
de individuos como los “ayatolas mexicanos”, conservadores que se escudan en el
miedo al cambio diferente al de sus atrincheradas y rancias ideologías:
ultracatólicos, comunistas, socialistas, anarquistas, neozapatistas,
populistas, nihilistas, posmodernos, etc.
Debemos partir entonces de que el México actual
es mejor que el México de hace 20 o 30 años. En el rubro político y económico
se han dado avances dignos de
mencionarse.
El argumento popular que más se escucha en
taxis, filas de tiendas, en el campo y en todos los lugares en donde crea su
mundo la fatigada clase trabajadora de este país es que antes “las cosas
estaban mejor”, “robaban pero dejaban robar”, “había corrupción pero repartían el
dinero”, “circulaba más efectivo”, “había menos pobreza”, “todo estaba más
barato”, “antes alcanzaba con el salario mínimo”. La percepción de la
ciudadanía es importante porque sirve como termómetro para entender porqué la
tendencia electoral hacia Peña es tan sólida. Pero eso es el nivel discursivo,
aun cuando en las vidas personales de las familias de la clase popular parezca
existir un estado de completo estancamiento o retroceso económico la realidad
es diferente. Es importante señalar brevemente por qué se afirma semejante
consideración tanto a nivel micro como macro.
En el nivel micro la economía se ha dinamizado
en muchos aspectos. A partir de las reformas económicas proyectadas desde el
sexenio de Miguel de la Madrid y comenzadas de manera sistemática con Carlos
Salinas de Gortari el mercado interno mexicano se ha vigorizado en muchos
aspectos. La sociedad tiene mayor opción de compra en rubros como bienes de
consumo duradero, manufacturas, productos ensamblados, ni que decir de la
industria de los servicios. La oportunidad de libre asociación económica y la
creación de pequeñas y medianas empresas se disparó de manera espectacular a
partir de los años ochenta y hoy las pymes son un pilar importante de la
economía nacional. Es cierto que el efectivo escasea y que antes alcanzaba para
más, pero esto era a costa del mantenimiento de una burocracia excesiva y una
política macroeconómica que tarde que temprano resultaría en una crisis de
tremendas proporciones. (Ojo, la crisis de 1994 fue de diferente naturaleza,
tuvo como origen la excesiva descapitaliación de las finanzas del país por una
creencia fundamentalista en el neoliberalismo). Ciertamente, en la actualidad
la burocracia sigue desfalcando las arcas nacionales, pero comparado con el
volumen económico que demandaba el mantenimiento de los subsidios, de las miles
de empresas innecesarias con el PRI estatista la economía popular se ha hecho
más dinámica.
A nivel macro la asignatura en la que más ha
mejorado el comportamiento de la economía nacional es el control de la
inflación. En 1988 se llegó casi al 180%, mientras que actualmente a pesar de
la crisis financiera global, la inflación no ha subido del 4%. (Banco Mundial,
2011) En este sentido la política económica implementada a partir de Carlos Salinas
ha sido exitosa y aquellos que busquen algún argumento contrario basta
invitarlos a ver las crisis en países europeos como España, Grecia, Portugal e
Italia. En todos esos países el derruido Estado de bienestar ha pagado el
precio de la vorágine capitalista neoliberal, mientras que en México no ha sido
necesario implementar políticas de austeridad tan salvajes.
A pesar de todos estos avances en materia
económica, sigue existiendo una asignatura pendiente en la que Enrique Peña no
aportará ningún cambio: la reforma fiscal. Es muy preocupante que el priísta no
hable de manera contundente sobre esta cuestión. Sin reforma fiscal no puede
haber un cambio integral en la búsqueda de terminar con las enormes diferencias
sociales que existen en México. El regreso del PRI a Los Pinos significaría
regresar a viejos vicios clientelares, que aunque, desde luego, no habían sido
abandonados del todo con el PAN, sí habían sido menos difíciles de llevar a
cabo debido al fomento de la transparencia y la rendición de cuentas comenzada
en la última década del siglo pasado. La institucionalización de estos
procedimientos políticos peligra de regresar el PRI a la presidencia. Ese es un
partido cuya esencia misma es la creencia que desde el poder todo se puede
seguir ocultando, que la ciudadanía misma está dormida en un lecho de
conformismo e inacción.
La administración de Peña en el Estado de
México estuvo plagada de irregularidades en todos los ámbitos de la
administración pública y la materia fiscal no fue la excepción. Tal como lo
documentó de manera magistral Jenaro Villamil en su trabajo periodístico Si
yo fuera presidente, el manejo de las
finanzas del estado se llevó a cabo con el mayor secretismo posible, se
permitieron tergiversaciones y desvíos de fondos públicos, pero sobre todo se
alcanzaron niveles de corrupción tan escandalosos que de llevarse a nivel
nacional ocasionarían más problemas al comportamiento de la economía mexicana.
En suma, en el ámbito económico han existido
mejoras en los últimos 20 años. En algunos aspectos el balance es positivo, sin
embargo, por supuesto que cambios estructurales en la política económica
neoliberal son más que necesarios. El desigual repartimiento de la riqueza
sigue siendo un terrible lastre, restregado constantemente por organizaciones
internacionales como mostró el último informe sobre pobreza en América de la
CEPAL. Lo preocupante es que, de ganar la presidencia, Peña reproducirá viejos
vicios, continuará con iniciativas tan testarudas como el TLC en el rubro
agrícola y en las asignaturas en donde se ha avanzado, como en la rendición de
cuentas, definitivamente se retrocederá.
En el ámbito político los avances de México con
respecto a hace 20 o 30 años son más palpables que en el económico. La
participación ciudadana se ha manifestado de manera sorprendente en las elecciones de 1988, 2000 y 2006. El voto en estos años se ha manifestado como una
verdadera herramienta de cambio. El ciudadano acarició, para después encontrar
una amarga desilusión, las mieles del cambio con Fox y la posibilidad de
enmendar la plana en la última elección federal. Semejante vida política hace
30 años era impensable. Aquel régimen unipartidista, cuasiomnipotente fue
vapuleado por la ciudadanía en la elección de 2006, pero ahora, con la figura
de Enrique Peña a la cabeza, espera con ansias su regreso a la dimensión que lo
vio nacer hace más de setenta años: el poder. El centralismo, gran tragedia
mexicana desde tiempos decimonónicos, espera vigorizarse de llegar el
mexiquense a la presidencia.
Recientemente el candidato de la coalición
“Compromiso por México” “lanzó” un decálogo político. Si Alicia tuviera
elecciones en su país habría copiado a Enrique Peña su maravilloso documento.
Aquí la pregunta que se debe lanzar a la palestra es si es realmente plausible
creer que de llegar a la presidencia realizaría lo prometido.
Demasiada ingenuidad – ¿o ignorancia?- después de ver los excesos de su
administración en el Estado de México. Todas sus propuestas son loables,
libertades políticas a todos los miembros de la sociedad, límites democráticos
al ejercicio del poder, “rechazo a la discriminación, impulso al diálogo entre
poderes, garantizar elecciones libres, avanzar en la transparencia y rendición
de cuentas y replantear la relación política del gobierno federal con estados y
municipios”. Nada nuevo bajo el sol en términos discursivos, aunque si esto se
cumple habría que cambiar el dicho popular pues diríamos ahora ¡los olmos ya
dan peras!
México se encuentra en serio peligro. Todos
sabemos su nombre, no precisamente porque sea una persona con demasiado poder.
De hecho, lo que caracteriza a Enrique Peña Nieto es la total ausencia misma
del acto humano más gratificante, placentero y satisfactorio que la mente pueda
corroborar a través de la acción: el poder. Vayamos a la teoría para comprender
este fenómeno tan peculiar en la historia política moderna.
El derecho clásico romano legó al pensamiento
moderno tres fuentes de poder que caracteriza la organización de la polis,
(llámese Estado en tiempos modernos): auctoritas, potestas e imperium. Auctoritas se refiere al poder que se confiere por el
reconocimiento público, por el prestigio, la fama, sabiduría, confianza y
experiencia. Huelga afirmar que Peña no tiene ningún prestigio, buena fama o sabiduría.
Experiencia política desde luego que sí, gobernar el estado más importante del
país algo deja, pero desafortunadamente en política la experiencia no
necesariamente significa buen gobierno.
Potestas tiene diferentes acepciones, pero a partir de la
Ilustración fue muy claro que esta fuente de poder recayó en el pueblo, para
dejar de ser un atributo de los magistrados, legisladores, administradores,
interpretadores y observadores de la aplicación de la ley para el correcto
funcionamiento de la sociedad. El desarrollo del término de soberanía popular,
a través del cual la sociedad se convertía en su propia gobernante, -la
voluntad general de Rousseau-, obscureció la potestad ejercida por el
magistrado como individuo. En términos de poder de un magistrado, potestas, era precisamente la función que detentaba para
llevar a cabo su labor política. Su cargo mismo legitimaba el poder que
ejercía. Peña asumiría técnicamente este poder por las mismas implicaciones del
ejercicio de gobierno. Sin embargo, proponer leyes, decidir sobre controversias
y aplicar justicia no es un atributo que competa el ejecutivo federal sino al
poder judicial y legislativo. En este sentido, la potestad presidencial sólo se reduciría a
proponer o vetar leyes. Entonces, ¿tendría realmente poder?
La tercera fuente de poder es imperium. Su carácter era más coercitivo que administrativo,
legislativo y organizacional. Imperium confería el poder de control sobre las tropas al cónsul, procónsul,
dictador o emperador según la época en la historia romana. Con la aparición del
constitucionalismo occidental, a partir de la independencia de Estados Unidos,
fue de uso común en las doctrinas de legitimación de gobierno de las repúblicas
poner todo el poder de las armas solo a disposición de la cabeza del Ejecutivo.
Este ejercicio de poder ha resultado ser el más problemático en la era
tecnológica. Ha devenido en masacres y genocidios propiciados por todo tipo de
organización política: repúblicas
“mesiánicas” en Saigón o Bagdad, monstruos burocráticos en Siberia o Auschwitz,
“letradas” dictaduras en Buenos Aires y Santiago: todos han abusado de su
voluntad de poder coercitivo de manera estrepitosa para sus sociedades.
En México este ejercicio de poder tuvo un
periodo igual de tremendo que en otras regiones con la guerra sucia de los años 70. Pero ni si quiera estos abusos
generaron la convulsión social tan generalizada que la guerra contra el
narcotráfico ha propiciado: Calderón será juzgado por la historia por
ser, después de Victoriano Huerta y Plutarco Elías Calles, el mandatario cuyo
ejercicio del poder coercitivo (imperium) sumió al país en un estado generalizado de violencia tan nocivo para
el ya de por si descompuesto tejido social en México.
Conjuntar este poder con una personalidad
política como la de Enrique Peña, como ciertamente ya lo mostró en Atenco, no
es nada esperanzador. Y requiere tener cierto grado de locura- “esquizofrenia
colectiva” diría Frued- pensar que elegir a este candidato podría mejorar las
condiciones de la sociedad. Si un Calderón, que antes de ser presidente nunca
en su vida política había si quiera soñado con ordenar el disparo de una
pistola, mostró los riesgos del poder militar usado sin inteligencia alguna, qué se puede esperar de un Peña
que ya experimentó el placer que genera la represión y la violencia.
Aquellos
“indecisos” electoralmente hablando; aquellos “ultras”, “radicales”,
“críticos”; aquellos “altermundistas”, “globalifóbicos” y “anticapitalistas”
que volteen a ver a su alrededor. Piensen bien en la inconsciencia que
representa boicotear un proceso electoral y permitir una posible regresión
fatal para la vida nacional en México. Las circunstancias del momento han
condicionado que la única manera de evitarlo sea votando no sólo en contra de
Peña, sino a favor de Andrés Manuel López Obrador, un candidato que si bien no
es la salvación de este país, -no existen mesias políticos- sí puede sentar las
bases para que NUESTRA generación, una alejada de esta partidocracia, de esta
podredumbre burocrática y de esta farsa mediática, pueda construir día a día con más ahínco y audacia una
sociedad libre, fraterna, y sobre todo, justa.